«Yo no aguanto mi dolor. Ojalá haya juicio para Ríos Montt. Ojalá sigamos adelante, si hay apoyo o no hay apoyo. Queremos luchar para seguir tras él hasta donde esté escondido».
Mientras pronuncia estas palabras, unas gruesas lágrimas descienden por su rostro. Sólo cuando una se pierde por el cuello o cae al suelo, la siguiente desborda el párpado inferior y repite el recorrido. La mujer que nos habla no ha llorado mucho en su vida. Porque su dolor es tan desgarrador que no tiene consuelo, porque guardó la inmundicia que sufrió en su propio cuerpo durante veinte años, porque no contó hasta hace sólo unos cuantos a su marido porqué su bebé nació con el cuello dislocado y la cabeza deformada. Porque que ella y su pueblo hubieran sido masacrados con métodos ante los que la peor crueldad empleada con los animales en cualquier lugar del mundo resulta compasiva… Todo eso no le importó a nadie hasta hace poco. Estaba enterrado en silencio e impunidad.

Así que el llanto irreprimible de los primeros días se fue convirtiendo en un sedimento pesado en el bajo vientre, en el mismo sitio donde recibió las patadas y que volvió a llenarse con otros hijos, para los que había que conseguir qué dar de comer en las siguientes horas… Y así, trabajando para sobrevivir hasta el día siguiente, consiguiendo dinero para comprar harina del maiz que se encarece cada mes, porque ya hace mucho que cada vez hay menos para alimentar al continente y más destinado a los biocombustibles, fueron pasando los años.
Pero ahora Máxima García habla de un juicio a uno de los personajes políticos más poderosos, sino el más, de la última mitad de siglo en Guatemala. Y habla de un juicio que se fragua en la lejana España gracias al coraje de su compatriota Rigoberta Menchú y de varias ONG guatemaltecas y españolas, que en 1999 interpusieron una demanda por genocidio, tortura y terrorismo de Estado ante la Audiencia Nacional contra Efraín Ríos Montt: ex general del Ejército, pastor de la Iglesia de la Palabra, ex dictador durante el periodo más sanguinario de la guerra civil guatemalteca (1982-1983), presidente del Congreso en varias legislaturas de la década de los noventa y hoy, a sus 95 años, parlamentario con el apoyo de más de un cuarto de millón de votos que le aseguran su seguro de vida: la inmunidad que permite que el genocidio guatemalteco, en el que murieron más de 200.000 personas, la gran mayoría de origen maya, siga en la impunidad.
Pero para que nosotros lleguemos a encontrarnos con Máxima García tras varias horas de caminata por las montañas de Rabinal, en Baja Verapaz, una de las zonas más castigadas durante la guerra; para que ella contara cómo después de descubrir que su madre había sido violada y asesinada por los soldados cuando estaba embarazada de ocho meses, y la encontraran colgada de una biga de la casa incenciada para sembrar el terror entre sus vecinos, también ella fue violada por decenas de soldados; para que ella aprendiera español y asistiera a un taller en el que una psicóloga la acompañó en el recorrido de reconocer sus heridas; y para que ella supiera que Ríos Montt era el autor intelectual de ese dolor real, palpable, omnipresente… Para todo ello hizo falta todo lo que relataba en su poema «Para que yo me llame Ángel González» el susodicho («aferrándose al último suspiro de los muertos, / yo no soy más que el resultado, el fruto, / lo que queda, podrido, entre los restos), y que un grupo de personas valientes dedicara su vida a trabajar por la justicia y la dignidad de las vidas de estas personas, cuando estas dos palabras eran interpretadas como sinónimos de comunismo y Teología de la Liberación y eso, suponía correr la misma suerte que los mayas, es decir, la muerte. Pero no la muerte a secas: la muerte tras la violación, las mutilaciones, la tortura y todas las degeneraciones que fueran capaces de cometer en cada masacre -más de seiscientas-, en cada comunidad maya exterminada -unas 440-.

«Ojalá haya juicio para Ríos Montt»
Uno de los asesores más ceranos de Ríos Montt, Francisco Bianchi -después presidente de la Alianza Evangélica-, declaraba a un reportero estadounidense la justificación de lo que después se descubrió fue un genocidio:»Los guerrilleros han logrado ganarse a muchos colaboradores indígenas. Por lo tanto, los indios son guerrilleros, ¿no? ¿Y cómo hace para luchar en contra de la subversión? Evidentemente, tiene que matar a los indios porque son colaboradores de los guerrilleros. Luego dirán que está matando a gente inocente, pero ellos no son inocentes, se vendieron a la subversión» . Para cumplir con este propósito, el general Ríos Montt que, tras un retiro como pastor de la corriente evangelista importada desde Estados Unidos Iglesia de la palabra, instauró en 1981 una dictadura basada en la premisa de que un «buen cristiano es aquel que se desenvuelve con la Biblia y la metralleta». Y el presidente estadounidense Ronald Reagan, además de levantar la suspensión de la ayuda militar a Guatemala que había decretado en 1977 Jimmy Carter, apoyó su peculiar régimen teocrático con una visita oficial al país en la que declaró: «El presidente Ríos Montt es un hombre de gran integridad personal y compromiso (…) Sé que quiere mejor la calidad de vida de todos los guatemaltecos y fomentar la justicia social».
Sin embargo, el rol protagonista de Estados Unidos en la instauración de la barbarie en Guatemala había comenzado más de veinte años antes, en concreto, en 1954 cuando la administración de Eisenhower planeó el golpe de Estado que sentaría a su caudillo aliado, Carlos Castillo Armada, y a partir del cual se desataría una guerra civil con grupos insurgentes izquierdistas que duraría 36 años.
Pero tan despiadados fueron los dos años de dictadura de Ríos Montt, en los que un millón y medio de campesinos maya tuvieron que abandonar sus hogares, muchos de los cuales fueron encerrados en campos de concentración de «re-educación» y obligados a realizar trabajos forzosos en las plantaciones de los terratenientes, que la Iglesia católica que había apoyado como en el resto del continente latinoamericano, las dictaduras y los Estados Unidos, se retiraron del primer plano en su apoyo al general.
«Estoy haciendo mi lucha»
La radio reporta los últimos asesinados por las pandillas de jóvenes, las llamadas maras, que tienen al Estado en jaque desde hace años: asaltos a autobuses, robos en la calle que terminan en una balacera… pobreza, exclusión, violencia. La carretera va estrechándose y teniendo cada vez más socavones según nos alejamos de la capital con dirección al norte, a Baja Verapaz, una de las regiones más vapuleadas por el conflicto que acabó en 1996, más empobrecidas y aisladas del país, e ignoradas por el Estado. La recomendación para el viaje, la misma que para todo Centroamérica: no hacer paradas en la carretera salvo en centro comerciales y en lugares con seguridad privada.
En Rabinal sólo hay un hostal y nosotros somos los únicos huéspedes la mayoría de los días. Siguiente recomendación, casi súplica: no salir a la calle después de que atardezca. Las maras secuestraron la paz de esta población justo cuando los acuerdos de paz de finales de los noventa podrían haber dado una oportunidad al no estar siempre en alerta, al no temer por la vida de todos los que uno ama. Rabinal, junto a todas las pequeñas comunidades esparcidas por las montañas que la rodean, suma un total de unos 40.000 habitantes. Pero para un visitante que no se adentre más allá de la plaza céntrica que antecede a la Iglesia, parecería un pequeño pueblo de casas bajas y gente amable. Por el día. Cuando anochece, no son raras las noticias de enfrentamientos entre bandas rivales, asaltos y muerte.
Pero durante el día, como siempre, la vida transcurre aparentemente fecunda y llevadera, especialmente en el Centro de Integración Familiar, la ONG que siembra futuro en Rabinal -y que tendrá su propio capítulo en este Especial-: formando a las mujeres, el motor económico de la sociedad guatemalteca; ‘empoderando’ a los chavales en riesgos de exclusión, que es el tecnicismo que, al menos en esta institución, no significa sólo reforzar la autoestima y dotarles con las capacidades que les permitan sobrevivir (alfabetización, un oficio, valores…), sino bañarlos en afecto, confianza y, de nuevo, tranquilidad; reintegrando a los mareros que consiguen abandonar las pandillas…
En Rabinal, como en la mayor parte de Guatemala, la pobreza estructural favorecida por un Estado débil, al servicio de las élites y desorientado ante las órdenes contradictorios e imposibles de cumplir de las instituciones financieras internacionales, se ha materializado en altas tasas de desempleo y alcoholismo entre la población masculina, y el país con mayor número de asesinatos de mujeres, sólo después de Rusia.
La violencia asedia a la mujer, sólo por ser mujer, y favorecido por ser pobre e indígena, desde su nacimiento: aunque ha descendido en los últimos años y no hay cifras de fuentes fiables, el incesto y el abuso sexual sigue afectando a muchos menores, el 80% de ellos niñas. La violencia machista ha causado la muerte de unas 5.500 mujeres en la última década -y eso sólo según el registro de la Pólicía-, el 80% con armas de fuego, y sólo en 201o se interpusieron más de 46.000 denuncias por violencia de género. El 98% de los casos queda en la impunidad. Un machismo lacerante que se muestra sin tapujos por ejemplo en la tradición de dejar en herencia lo poco que se tenga a los hijos varones, o en el porcentaje mucho menor de niñas escolarizadas que niños. Y la violencia sexual que sufrieron, como Máxima García, miles de mujeres durante la guerra civil y que ahora ONG internacionales piden que la Justicia española investigue como parte del juicio contra Ríos Montt y otros responsables del genocidio guatemalteco, como contamos en el primer capítulo de este especial.

Pero, como dice Máxima, «estoy haciendo mi lucha». Las mujeres de Guatemala arañan las oportunidades que crean cada día de la nada para sobrevivir al ninguneo, a la discriminación, a la pobreza, a la violencia, a la invisiblidad a las que les ha condenado la caprichosa atención internacional que nunca se enfocó en su territorio. Máxima pide una Justicia transatlántica que ha conocido gracias a mujeres como Manuela Tum quien, primero en moto, después a pie por las montañas y por las calles de Rabinal, y finalmente con su palabra en la lengua maya achí, y con la confianza y afecto que ha ido tejiendo durante las dos últimas décadas entre sus habitantes, nos fue abriendo las puertas de estas supervivientes que vamos a ir conociendo en «Mujer, violencia y silencio».
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